Cuán diferente es la América Latina que nos deja Hugo Chávez a la
que recibió la Revolución Cubana en 1959. En nada se parecen. Aquella
estaba llena de dictadores, analfabetismo, hambrientos, enfermedades,
olvidada por el resto del planeta y explotada por la primera potencia
mundial, que saqueaba sus recursos naturales y la sumergía en la
profunda pobreza.
Desde el Río Grande hacia el sur, hasta llegar a la Patagonia, todo
ese vasto territorio se había convertido en el patio trasero de Estados
Unidos, que intervenía una y otra vez en los asuntos internos de los
distintos países, sin importarle la voluntad de sus habitantes. A través
de ese vasto territorio, el imperio mantenía a dictadores aliados a sus
intereses y derrocaba a cualquier gobernante que no fuera afín a sus
órdenes.
Aquella América Latina que amaneció, después de la derrota del
colonialismo europeo, con una espada de Damocles sobre su cabeza a
partir de la famosa declaración del presidente James Monroe en 1823 —la
cual se llegó a conocer como la Doctrina Monroe, y que decía «América
para los americanos», pero bien se podía interpretar como «América para
los norteamericanos»—, siguió por décadas y décadas sumergida bajo la
tutela de Estados Unidos, hasta que, en 1959, la Revolución Cubana
separó a Cuba del mandato de la gran nación del norte. Por primera vez
en la historia un país latinoamericano se enfrentó, directamente, a la
potencia del Norte y siguió marchando de forma independiente.
Después de Monroe, los norteamericanos formularon nuevas políticas
para las naciones del Sur, pero ninguna de ellas encaminada a dejar
atrás y para siempre la convicción de que esos países solo eran sus
peleles y tenían que jurar obediencia a sus designios. La política del
Buen Vecino, así como la Alianza para el Progreso, son dos buenos
ejemplos de lo que estoy afirmando. El derrocamiento de Jacobo Árbenz en
Guatemala en 1954, la intervención en República Dominicana en 1965 y la
guerra de los contras en Nicaragua, ya en la década de los 80, son
pruebas más que suficientes de que ni la política del Buen Vecino ni la
Alianza para el Progreso tuvieron la intención de cambiar la relación de
EE.UU. con los países de la región.
A partir del triunfo revolucionario cubano en 1959 fue que en
Latinoamérica se empezó a pensar que era posible rebelarse contra los
mandatos del Norte. Las dictaduras fueron desapareciendo, dejándole el
campo libre a Gobiernos más o menos obedientes, pero con ciertos visos
de independencia política. No fue hasta 1979 que una nueva revolución
triunfó, en Nicaragua, levantando la bandera revolucionaria de Cuba,
enfrentándose directamente a los Estados Unidos y pagando con creces esa
digna actitud. Lo indecible hizo el Gobierno de Ronald Reagan para
derrocar a los sandinistas y para hacerles pagar el atrevimiento de
enfrentarse a sus designios.
Con el triunfo democrático de Hugo Chávez en Venezuela, empezó el
verdadero desborde popular en la región. La muerte de este gran líder,
hace solo unos días en Caracas, ha permitido constatar la convicción de
los pueblos de América Latina de que un futuro mejor y más justo es
posible, que la soberanía de las naciones no volverá a ser mancillada ni
ultrajada, que cada país es libre de escoger el camino que quieran sus
habitantes, que ninguna otra nación tiene el derecho de inmiscuirse en
los asuntos internos de las otras, y que los pobres son seres humanos.
La América Latina que nos deja Chávez es más solidaria, más justa,
más unida, es mucho más democrática que aquella que él, como heredero de
la Revolución Cubana, recibió en 1999 y no tiene semejanza con la que
encontró Fidel en el 59.
Hoy no existen las dictaduras de las décadas de los 60 y 70. Hoy la
región es más próspera; el analfabetismo, la pobreza y las enfermedades
han ido cediendo terreno, y existen bloques de naciones que comparten
las mismas raíces, lenguas y culturas.
Ahí está la Celac, que nació gracias al empuje de Chávez y a la
voluntad política de los Gobiernos de América Latina y el Caribe y que,
como reconocimiento a todo lo aportado por la Revolución Cubana a la
independencia de nuestros pueblos, hoy dirige Cuba.
Sí, muy diferente es esta América Latina de hoy a la que existía en
el 59. El cambio se le debe, en primer lugar, a Fidel Castro, quien
enseñó la luz y sirvió de faro a Ortega, Chávez, Evo y Rafael Correa,
ese gran presidente del Ecuador, pero también a Lula, a Néstor Kirchner,
Mujica y los otros líderes progresistas del continente.
Son dos Américas muy distintas: la sumisa y explotada que existió
cuando triunfó la Revolución en Cuba, y la independiente, soberana y
solidaria que hoy existe a la muerte de Hugo Chávez.
*Periodista cubano radicado en Miami
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